Caminamos solitarios en la noche,
el mundo consumió su último suspiro. Aun la luna parecía indiferente, como si
aquello que nos observase hacer fuese un pecado; pero no lo era, claro que no
lo era. Tú me preguntabas con una sonrisa entre los labios. —¿Por qué eres tan
serio? —Quise conservar ese silencio, enfrascarlo, convertirlo en la pieza
principal de aquel nicho en que guardo mis rencores e indiferencias. Conteste —Simplemente
no tengo nada que decir.
—Eres una horrible persona, ¿sabías?
— fueron las palabras que dedicaste a mi presencia, con una mirada de mujer y
de niña, coqueta y dolorosa. Vaya que lo sabía, siempre he sabido que soy un
hombre horrible.
Aún cuando tú hermana lloraba al
decirle que estaba enamorado de ti; esa mujer a la que siempre protegió como
una hija. Aun hoy ignoro el motivo de su llanto, ¿acaso fue el que me alejara? ¿O
el descubrir que ya no eras aquella niña, a la cual besaba en la noche mientras
le decía que su madre pronto llegaría? Pero divago, lo que quiero decir es que
aún al ver su fragilidad, yo no dejaba de pensar que pronto estaría entre tus brazos,
que pronto tu mirada y la mía, harían el amor en el cosmos que se forma entre
los amantes camicaces.
—¡Eres horrible! —repetiste,
mientras te acurrucabas en mi hombro y retiraba la lágrima que corría por tu
mejilla. Nunca creí que tu hermana falleciera; no, no de aquella manera, ¿Por
qué se suicida la gente? Sé que no fue nuestra culpa, que nuestro amor era sincero.
Jamás debí casarme con una mujer
para después fugarme con su hermana; contigo. Aún creo que su muerte no fue
culpa nuestra, o tal vez si lo creo y por eso escribo.
Arian A. R. Alegre
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